El crimen conmocionó al mundo. No sólo por la relevancia y juventud del artista cobardemente asesinado -John Lennon acababa de cumplir 40 años-, sino por la inexistencia de un motivo de peso para la ejecución de tan desquiciada faena. El ex beatle había pasado sus últimos tiempos hablando de paz, imaginando un mundo en el que no hay “nada por lo que matar o morir”, y esa fatídica noche, en la puerta de su casa en el edificio Dakota, junto al Central Park de Nueva York, un fanático que horas antes le había solicitado un autógrafo y una foto, a lo que el músico había accedido gustoso, vació sobre su espalda el cargador de un arma calibre 38 Special con balas huecas que literalmente desangraron al músico nacido en Liverpool.

Las radios del mundo, el día 9, abrieron sus transmisiones con la impactante noticia y, después, hasta la hora del cierre, no cesaron de tocar canciones de The Beatles y al solista John Lennon pidiendo una oportunidad para la paz.

El desquiciado y cobarde malhechor, quien hasta el día de hoy -40 años después- paga con cárcel su criminal proceder (por el que ha pedido perdón a la viuda de John, la artista Yoko Ono y a sus hijos) ha visto rechazadas once solicitudes de libertad condicional. Hace no tanto ha confesado que mató a Lennon por una mezcla de envidia y egoísmo: “Quería buscar la gloria personal”.

Sobre la vida y obra de John Winston Lennon podrán hablar muchos, gente entendida en arte, en música, en rock, en literatura, en poesía, en dibujo, en actuación, en filosofía, en política. Yo no soy experto en nada de eso, así que me hago a un lado. Pero tampoco gastaré ni una sola gota de tinta en identificar a quien todos saben (el sujeto logró cierta fama, o que su nombre fuera conocido): un hawaiano gordinflón, miserable, que tenía 25 años cuando, calculada, fría y premeditadamente, asesinó a un genio de la humanidad.